Comentario
CAPÍTULO VIII
Lo que hicieron los treinta caballeros hasta llegar a Vitachuco, y lo que en ella hallaron
Estos veinte caballeros, y otros diez, cuyos nombres faltan para el número treinta, salieron del pueblo de Apalache a los veinte de octubre del año mil y quinientos y treinta y nueve para ir a la provincia de Hirrihigua donde Pedro Calderón quedó. Llevaron el orden que adelante se dirá [de] lo que en mar y tierra habían de hacer.
Fueron todos muy a la ligera, no más que con las celadas y cotas sobre los vestidos y sus lanzas en las manos y sendas alforjas en las sillas con algún herraje y clavos y con el bastimento que en ellas podía caber para caballos y caballeros.
Salieron del real buen rato antes que amaneciese y, porque la fama de su ida no les pasase adelante y con ella se apercibiesen los indios para salirles a tomar los pasos, caminaron a toda buena diligencia, corriendo donde les convenía correr. Este día alancearon dos indios que toparon en el camino; matáronlos porque, con algún alarido, no apercibiesen los que había derramados por el campo. Con este cuidado de que no fuere la nueva adelante, caminaron siempre; así anduvieron aquel día las once leguas que hay de Apalache hasta la ciénaga, la cual pasaron sin contradicción de enemigos, que no fue poca ventura, porque pocos indios que vinieran bastaran a flecharles los caballos en camino tan angosto como el que había en el monte y en el agua.
Durmieron los españoles en el llano, fuera de todo el monte, habiendo corrido y caminado aquel día más de trece leguas; mientras descansaban, se velaban por tercios de diez en diez, como atrás hemos dicho.
Antes que fuese de día, salieron en seguimiento de su viaje y caminaron las doce leguas que hay de despoblado desde la ciénaga de Apalache hasta el pueblo de Osachile. Iban con temor no supiesen los indios de su ida y saliesen a estorbarles el paso, por lo cual se fueron deteniendo para que anocheciese y cerca de la media noche pasaron por el pueblo, corriendo a media rienda. Una legua adelante del pueblo apartados del camino, descansaron lo que de la noche les quedaba, velándose, como hemos dicho, por tercios. Este día caminaron más de otras trece leguas.
Al romper del alba siguieron su viaje, corriendo a media rienda porque había gente por los campos, que esto hacían siempre que iban por tierra poblada porque la nueva de su ida no les pasase adelante, que era lo que más temían. Así corrieron las cinco leguas que hay de donde durmieron hasta el río de Osachile, a costa de los caballos, y ellos eran tan buenos que lo sufrían todo. Llegando cerca del río, Gonzalo Silvestre, que, por haber dado más prisa a su caballo que los otros, iba delante, llegó a darle vista con harto temor si lo hallaría más crecido que cuando el ejército pasó por él. Fue Dios servido que antes trajese ahora menos agua que entonces. Con el contento de verlo así se arrojó a él y lo pasó a nado y salió al llano de la otra parte. Cuando sus compañeros lo vieron en la otra ribera hubieron mucho placer, porque todos llevaban el mismo temor de hallar el río crecido. Pasáronlo sin desgracia alguna. Por fiesta y regocijo de haber pasado el río, se pusieron a almorzar. Luego caminaron a paso moderado las cuatro leguas que hay desde el río de Osachile hasta el pueblo de Vitachuco, donde pasó la temeridad del cacique Vitachuco.
Los castellanos iban con recelo de hallar el pueblo Vitachuco como lo habían dejado, y temían si habían de pelear con los moradores de él y ganar el paso a fuerza de brazos, donde podía acaecer que matasen o hiriesen algún hombre o caballo, la cual desgracia les sería doblarles el trabajo y dificultades del camino, por lo cual consultaron entre todos que ninguno se detuviese a pelear, sino que todos procurasen pasar adelante sin detenerse. Con esta determinación llegaron al pueblo, donde perdieron la congoja que llevaban, porque lo hallaron todo quemado y asolado, las paredes derribadas por tierra y los cuerpos de los indios que murieron el día de la batalla, y los que mataron el día que el cacique Vitacucho dio la puñada al gobernador, estaban todos por aquellos campos amontonados, que no habían querido enterrarlos. Al pueblo, como después decían los indios, desampararon y destruyeron por estar fundado en sitio infeliz y desdichado, y a los indios muertos, por hombres mal afortunados que no habían salido con su pretensión, los dejaron sin sepultura para manjar de aves y bestias fieras, que entre ellos era este castigo de gran infamia y se daba a los desdichados y desventurados en armas, como a gente maldita y descomulgada, según su gentilidad. Y así lo dieron a este pueblo y a los que en él murieron, porque les pareció que la desgracia en él sucedida la había causado más la infelicidad del sitio y la mala fortuna de los muertos que no el esfuerzo y valentía de los españoles, pues eran tan pocos en número contra tantos y tan valientes indios.